Sin aliento.
Siempre la dejaba sin aliento cada vez que lo veía. Tras dos horas de viaje en
avión y el rollo de después de recoger tu maleta deseando que no se haya
perdido y divisarla por la cinta. Salir cansada y cruzarte con ojos llenos de
alegría, esperanza, paciencia ante la llegada de un pariente, un amor, o un
amigo que viene de visita.
No lo veía. Él
había dicho que iba a ir a buscarla al aeropuerto. Ahora tendría que llamarle y
le iba a salir por un ojo de la cara por estar en un país extranjero. ¿Había
activado el roaming? Eso es algo que
tendría que comprobar cuando consiguiese instalarse en esa hermosa ciudad. Pero
de repente, lo vió. Allí estaba él, como había prometido, esperándola. Esa
sonrisa que le cortaba la respiración y de la que se había enamorado
perdidamente. Llevaba un cartel con su nombre en italiano. Ella no pudo
reprimir una carcajada al verlo, ¿pero qué era eso? ¿Se creía que era como esas
veces en las que vas a recoger a alguien al aeropuerto y que no has visto
nunca? Cada vez le sorprendía más.
A 1365 kilómetros
de distancia habían estado durante un tiempo estas dos personas. A 1365
kilómetros habían estado esos labios sin besarse. Pero ahora, que se tocaban
intensamente, ambos corazones latían con gran intensidad a pesar de la
distancia.
Para situarnos
geográficamente… Ella, estudiante de tercer año de enfermería en Madrid. Él,
recién graduado en arquitectura en Roma. Y, ¿por qué arquitectura? Yo creo que
la respuesta es bastante fácil. Le apasionaba el arte y en Roma tenía la
belleza por todas partes. Su sueño era construir una casa en La Toscana y criar
a su familia (típico sueño italiano). Ambos se conocieron por amigos comunes
cuando él se fue de Erasmus a Madrid el último año de carrera. Y ahora que ya
os he centrado, continuemos con la historia…
Ella había empezado
a estudiar italiano cuando se lo permitían sus clases de enfermería o sus
prácticas en el hospital. Porque eso era lo que más le hacía feliz: cuidar a la
gente y ayudarla con sus conocimientos.
Hacía un sol
estupendo y un calor horrible (eso es lo malo de viajar a Roma en pleno
Agosto), pero para ella eso era algo secundario. Había esperado mucho tiempo
para estar con él y ahora lo tenía a su lado. No se creía que le estuviese dando
la mano.
Ella ya había
estado en Roma pero seguro que con él descubriría los pequeños rincones de esa
hermosa ciudad.
Estaba
nerviosa, por el hecho de que iba a conocer a sus padres. ¿Causaría buena
impresión? ¿Les gustaría que su hijo tuviese una novia de otro país? Todas esas
preguntas asaltaban su mente. Él debió notar su nerviosismo: le cogió las manos
y mientras se las apretaba muy fuerte le daba un beso en la frente.
Al entrar por la
puerta, ella puso la mejor de sus sonrisas mientras intentaba disimular su
tembleque en las rodillas.
Su madre salió a
recibirlos con un abrazo enorme y empezó a hablarles muy rápido. Era la típica
mujer italiana: morena y guapísima. Ya sabía a quién había salido el hijo… Ella
sólo cogía palabras sueltas como guapísima, alta y bellísima. Y lo único que
podía hacer era sonreír. Después les presentó a su padre y a su hermano, tres
años menor que él.
Para cenar como era
tradición, había pasta, ¡cómo no! Pero era pasta al pesto, la favorita de ella. Seguro que Lorenzo (que así se llamaba
él) había tenido algo que ver en la cena que había preparado con tanto cariño
su madre. Eran de esas cenas copiosas, típica cena italiana, propia de la mejor
dieta del mundo, la mediterránea.
Después de cenar,
decidieron ir a dar un paseo. Ella lo necesitaba para bajar toda la comida que
había tomado, si no, no dormiría por la noche. La llevó a un sitio especial y
uno de los más bonitos de toda Roma: Piazza
Navona. Ella también lo recordaba de noche porque cuando fue la última vez,
también lo visitó de noche y le trajo buenos recuerdos. Pero este recuerdo
superaría con creces el anterior.
Volvieron pronto
porque los días que les quedaban eran de patearse la ciudad entera. Al llegar a
casa, su maleta ya se la habían llevado a la habitación de invitados: pequeña,
sencilla y con baño incluido. No podía pedir más.
Los días que se le
sucedieron siguieron el mismo patrón pero distintos a la vez: visitar
monumentos, museos, rincones de la ciudad, calles estrechas con suelo
adoquinado, comer y empacharse en restaurantes impresionantes con todo tipo de
pasta y salsas…
Admirar la gran
obra del Colosseo y su buen estado de
conservación. A eso se le suma que tenía a un arquitecto italiano a su lado que
le explicaba todo, ¡eso sí que era suerte!
Sentirse minúscula
en la plaza de San Pedro en el Vaticano. A través de las columnatas que
abrazaban la plaza se sentían protegidos. Lorenzo le explicó que Bernini quería
que se diese a entender que las columnatas representaban los brazos de la Iglesia
que acogían a todo peregrino o ciudadano hasta allí. Ellos, se sentían
abrazados como católicos que eran.
Subieron a la
cúpula de la Basílica de San Pedro y fue mágico divisar todo desde las alturas.
Sentirse libre, volar con quién amas. Armonía y paz desde todos los puntos de
vista.
Uno de los momentos
cumbre de aquel viaje fue cuando una tarde llegaron a la Fontana di Trevi. La última vez que fue pidió volver a Roma. Y ahí
estaba, junto a Lorenzo. Cogieron una moneda de 20 céntimos e intentaron hacerse
un hueco entre la multitud. Al llegar al borde se pusieron de espaldas,
cerraron los ojos, pidieron el deseo y tiraron la moneda. Vieron la moneda caer
hacia el agua de la fuente a cámara lenta, como en las películas, distinguiendo
entra la cara y la cruz de la moneda. Todo esto terminó con un beso y un buen
helado para compartir para rematar la tarde. No era casualidad que la palabra
Roma al revés sea amor...
Había sido una
semana increíble pero todo lo bueno pasa rápido y termina. Era el momento de las
horribles despedidas. El no saber cuándo se volverían a ver, recorría en forma
de escalofrío las espaldas de ambos.
La acompañó hasta
el aeropuerto y llega ese momento amargo. El último beso hasta no saber cuándo.
El cuándo no lo sabían pero el dónde estaba ya decidido: Madrid, su ciudad. Y
esta vez ella quería sorprenderle, recompensarle por esa fabulosa semana y si
podía, superarlo. Dejarle boquiabierto, sin aliento, como hacía él cada vez que
la miraba con sus profundos ojos marrones.
Tenían grabados a
fuego esos 1365 kilómetros de distancia, pero parece ser que eso ya no era un
problema para ellos… ¿Qué eran dos horas de avión? Nada comparado con la
recompensa que les esperaba al verse de nuevo.