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domingo, 25 de agosto de 2013

A 1365 km de distancia

Sin aliento. Siempre la dejaba sin aliento cada vez que lo veía. Tras dos horas de viaje en avión y el rollo de después de recoger tu maleta deseando que no se haya perdido y divisarla por la cinta. Salir cansada y cruzarte con ojos llenos de alegría, esperanza, paciencia ante la llegada de un pariente, un amor, o un amigo que viene de visita.

No lo veía. Él había dicho que iba a ir a buscarla al aeropuerto. Ahora tendría que llamarle y le iba a salir por un ojo de la cara por estar en un país extranjero. ¿Había activado el roaming? Eso es algo que tendría que comprobar cuando consiguiese instalarse en esa hermosa ciudad. Pero de repente, lo vió. Allí estaba él, como había prometido, esperándola. Esa sonrisa que le cortaba la respiración y de la que se había enamorado perdidamente. Llevaba un cartel con su nombre en italiano. Ella no pudo reprimir una carcajada al verlo, ¿pero qué era eso? ¿Se creía que era como esas veces en las que vas a recoger a alguien al aeropuerto y que no has visto nunca? Cada vez le sorprendía más.

A 1365 kilómetros de distancia habían estado durante un tiempo estas dos personas. A 1365 kilómetros habían estado esos labios sin besarse. Pero ahora, que se tocaban intensamente, ambos corazones latían con gran intensidad a pesar de la distancia.

Para situarnos geográficamente… Ella, estudiante de tercer año de enfermería en Madrid. Él, recién graduado en arquitectura en Roma. Y, ¿por qué arquitectura? Yo creo que la respuesta es bastante fácil. Le apasionaba el arte y en Roma tenía la belleza por todas partes. Su sueño era construir una casa en La Toscana y criar a su familia (típico sueño italiano). Ambos se conocieron por amigos comunes cuando él se fue de Erasmus a Madrid el último año de carrera. Y ahora que ya os he centrado, continuemos con la historia…

Ella había empezado a estudiar italiano cuando se lo permitían sus clases de enfermería o sus prácticas en el hospital. Porque eso era lo que más le hacía feliz: cuidar a la gente y ayudarla con sus conocimientos.

Hacía un sol estupendo y un calor horrible (eso es lo malo de viajar a Roma en pleno Agosto), pero para ella eso era algo secundario. Había esperado mucho tiempo para estar con él y ahora lo tenía a su lado. No se creía que le estuviese dando la mano.
Ella ya había estado en Roma pero seguro que con él descubriría los pequeños rincones de esa hermosa ciudad.

Estaba nerviosa, por el hecho de que iba a conocer a sus padres. ¿Causaría buena impresión? ¿Les gustaría que su hijo tuviese una novia de otro país? Todas esas preguntas asaltaban su mente. Él debió notar su nerviosismo: le cogió las manos y mientras se las apretaba muy fuerte le daba un beso en la frente.

Al entrar por la puerta, ella puso la mejor de sus sonrisas mientras intentaba disimular su tembleque en las rodillas.

Su madre salió a recibirlos con un abrazo enorme y empezó a hablarles muy rápido. Era la típica mujer italiana: morena y guapísima. Ya sabía a quién había salido el hijo… Ella sólo cogía palabras sueltas como guapísima, alta y bellísima. Y lo único que podía hacer era sonreír. Después les presentó a su padre y a su hermano, tres años menor que él.

Para cenar como era tradición, había pasta, ¡cómo no! Pero era pasta al pesto, la favorita de ella. Seguro que Lorenzo (que así se llamaba él) había tenido algo que ver en la cena que había preparado con tanto cariño su madre. Eran de esas cenas copiosas, típica cena italiana, propia de la mejor dieta del mundo, la mediterránea.

Después de cenar, decidieron ir a dar un paseo. Ella lo necesitaba para bajar toda la comida que había tomado, si no, no dormiría por la noche. La llevó a un sitio especial y uno de los más bonitos de toda Roma: Piazza Navona. Ella también lo recordaba de noche porque cuando fue la última vez, también lo visitó de noche y le trajo buenos recuerdos. Pero este recuerdo superaría con creces el anterior.

Volvieron pronto porque los días que les quedaban eran de patearse la ciudad entera. Al llegar a casa, su maleta ya se la habían llevado a la habitación de invitados: pequeña, sencilla y con baño incluido. No podía pedir más.

Los días que se le sucedieron siguieron el mismo patrón pero distintos a la vez: visitar monumentos, museos, rincones de la ciudad, calles estrechas con suelo adoquinado, comer y empacharse en restaurantes impresionantes con todo tipo de pasta y salsas…

Admirar la gran obra del Colosseo y su buen estado de conservación. A eso se le suma que tenía a un arquitecto italiano a su lado que le explicaba todo, ¡eso sí que era suerte!

Sentirse minúscula en la plaza de San Pedro en el Vaticano. A través de las columnatas que abrazaban la plaza se sentían protegidos. Lorenzo le explicó que Bernini quería que se diese a entender que las columnatas representaban los brazos de la Iglesia que acogían a todo peregrino o ciudadano hasta allí. Ellos, se sentían abrazados como católicos que eran.

Subieron a la cúpula de la Basílica de San Pedro y fue mágico divisar todo desde las alturas. Sentirse libre, volar con quién amas. Armonía y paz desde todos los puntos de vista.

Uno de los momentos cumbre de aquel viaje fue cuando una tarde llegaron a la Fontana di Trevi. La última vez que fue pidió volver a Roma. Y ahí estaba, junto a Lorenzo. Cogieron una moneda de 20 céntimos e intentaron hacerse un hueco entre la multitud. Al llegar al borde se pusieron de espaldas, cerraron los ojos, pidieron el deseo y tiraron la moneda. Vieron la moneda caer hacia el agua de la fuente a cámara lenta, como en las películas, distinguiendo entra la cara y la cruz de la moneda. Todo esto terminó con un beso y un buen helado para compartir para rematar la tarde. No era casualidad que la palabra Roma al revés sea amor...

Había sido una semana increíble pero todo lo bueno pasa rápido y termina. Era el momento de las horribles despedidas. El no saber cuándo se volverían a ver, recorría en forma de escalofrío las espaldas de ambos.

La acompañó hasta el aeropuerto y llega ese momento amargo. El último beso hasta no saber cuándo. El cuándo no lo sabían pero el dónde estaba ya decidido: Madrid, su ciudad. Y esta vez ella quería sorprenderle, recompensarle por esa fabulosa semana y si podía, superarlo. Dejarle boquiabierto, sin aliento, como hacía él cada vez que la miraba con sus profundos ojos marrones.


Tenían grabados a fuego esos 1365 kilómetros de distancia, pero parece ser que eso ya no era un problema para ellos… ¿Qué eran dos horas de avión? Nada comparado con la recompensa que les esperaba al verse de nuevo.


sábado, 24 de agosto de 2013

Tu prenda de felicidad; de confección propia

‘Confecciónate tu propia prenda de la felicidad, fabrícatela a tu gusto, llévala siempre puesta. Vístela cada día y llévala bien ceñida a tu piel y, no esperes inútilmente, a que algo o alguien te la regale o te la preste. Sería inútil, porque algo tan personal e intransferible como la felicidad es un producto de producción propia. Cada persona se fabrica a su medida su felicidad, su dicha, su presente, su futuro y su destino.’

BERNABÉ TIERNO, El aprendiz de sabio.