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sábado, 30 de agosto de 2014

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Tras unas merecidísimas vacaciones ya vuelvo por aquí… Ha sido un verano muy ajetreado, de maletas para arriba, maletas para abajo y eso que a mí, eso de hacer maletas lo odio profundamente pero el viajar lo requiere.

Ni dos semanas he pasado en Madrid. Ya lo echaba de menos aunque eso signifique el fin del verano.

Uno de esos días en Madrid quedé para cenar con un amigo por nuestra querida La Latina: sus pintxos y copas nos vuelven locos. La cena dio mucho de qué hablar: sobretodo hablar del paso del tiempo. Hacía ya cuatro años que asomábamos la cabeza en el mundo universitario y recordamos con nostalgia con tinto de verano en mano esos cuatro años maravillosos que se habían pasado volando.

La vida estudiantil que nosotros la veíamos interminable cuando empezamos primaria, ahora ya había acabado. Recordamos los extensos y calurosos veranos en la capital, en casa de la abuela mientras nuestros padres se iban a trabajar. Y el único viaje que hacíamos con la familia eran dos semanas a la playa o a la montaña o adonde los padres mandasen.

Esos veranos sin aire acondicionado con cuarenta grados en la asfixiante Madrid, viendo películas en VHS mientras tu abuela te cebaba y te daba de comer todo lo que no habíamos comido en todo el año. Así son las abuelas, que pasarán los años y ellas te seguirán diciendo que estás muy delgado/a, que a ver cuando te pasas por su casa para ponerte un bueno cocido, unas lentejas, o una buena tortilla de patata. En mi caso, recuerdo con mucho cariño el último día de verano en casa de mi abuela. Como ella decía, el último día de verano era el día de San Miguel y nos dejaba elegir a mis hermanas y a mí nuestra comida favorita: para eso no había peleas. Al unísono pedíamos siempre tortilla de patata y patatas fritas (ole, ole y ole las patatas). Ahora mismo se me está haciendo la boca agua…

Tras esa comida nos dábamos cuenta de que la semana siguiente ya volvíamos a los uniformes, la falda de cuadros incomodísima, los zapatos que daban mucho calor, las mochilas que pesaban más que nosotros mismos, libros y material nuevo… Y así todos los años de mi infancia.

Llegó la ansiada mayoría de edad y ya nada volvió a ser lo mismo. Los buses de cinco horas, los trenes de dos horas, incluso el avión, eran nuestros medios de transporte del verano. Ya nada de quedarse en Madrid con ese calor de asfalto insoportable, ¡qué gusto! La idea de viajar cada vez se hacía más atractiva y más obsesiva, por lo menos en mi caso. No había verano que yo dijera: “Mis próximos destinos del año que viene son tal, tal y tal…” Así una ristra de destinos que sonaban tan apetecibles pero que no daba tiempo a tanto. Así que siempre aprovechábamos mis amigos y yo a cualquier puente o respiro que nos daba la universidad para viajar.

Este verano como ya he dicho, ha sido un no parar. He descubierto que soy un culo inquieto y que me gusta cambiar de aires, ver sitios nuevos, con historia, conocer gente, abrirme paso en este mundo maravilloso. La verdad es que el verano 2014 ha sido uno de los mejores veranos de mi vida y todos los años digo lo mismo y parece que cada año no puede superar al anterior, y me acallo a mí misma cuando viene el siguiente verano y descubro que sin duda ha sido mejor que el anterior. Espero que se mantenga así siempre…

Ahora toca volver al lío. Primer año dejando atrás la vida universitaria, adentrándome en el mundo laboral, o “la jungla” como dice mi padre. Prometo entrar pisando fuerte, dando lo mejor de mí.

Nuevos planes vienen, nuevos retos que alcanzar, nuevos obstáculos que superar, nuevas aventuras que me esperan, y sobre todo, ¡nuevos viajes que organizar! Pero como cada fin del verano, yo siempre vuelvo a tus brazos, Madrid.


Aquí os dejo pequeños instantes de lo que ha sido este verano maravilloso.


Matalascañas, Huelva


El Rocío, Huelva


La Giralda, Sevilla


Mis tesoros. Playa de Matalascañas, Huelva


Cala Macarella, Menorca


Cala Macarella, Menorca


Brighton, Inglaterra


London Bridge, Londres


Big Ben, Londres


Río Moros, Segovia