Tras unas
merecidísimas vacaciones ya vuelvo por aquí… Ha sido un verano muy ajetreado,
de maletas para arriba, maletas para abajo y eso que a mí, eso de hacer maletas
lo odio profundamente pero el viajar lo requiere.
Ni dos semanas he
pasado en Madrid. Ya lo echaba de menos aunque eso signifique el fin del
verano.
Uno de esos días en
Madrid quedé para cenar con un amigo por nuestra querida La Latina: sus pintxos
y copas nos vuelven locos. La cena dio mucho de qué hablar: sobretodo hablar del
paso del tiempo. Hacía ya cuatro años que asomábamos la cabeza en el mundo
universitario y recordamos con nostalgia con tinto de verano en mano esos
cuatro años maravillosos que se habían pasado volando.
La vida estudiantil
que nosotros la veíamos interminable cuando empezamos primaria, ahora ya había
acabado. Recordamos los extensos y calurosos veranos en la capital, en casa de
la abuela mientras nuestros padres se iban a trabajar. Y el único viaje que
hacíamos con la familia eran dos semanas a la playa o a la montaña o adonde los
padres mandasen.
Esos veranos sin
aire acondicionado con cuarenta grados en la asfixiante Madrid, viendo
películas en VHS mientras tu abuela te cebaba y te daba de comer todo lo que no
habíamos comido en todo el año. Así son las abuelas, que pasarán los años y
ellas te seguirán diciendo que estás muy delgado/a, que a ver cuando te pasas
por su casa para ponerte un bueno cocido, unas lentejas, o una buena tortilla
de patata. En mi caso, recuerdo con mucho cariño el último día de verano en
casa de mi abuela. Como ella decía, el último día de verano era el día de San
Miguel y nos dejaba elegir a mis hermanas y a mí nuestra comida favorita: para
eso no había peleas. Al unísono pedíamos siempre tortilla de patata y patatas
fritas (ole, ole y ole las patatas). Ahora mismo se me está haciendo la boca
agua…
Tras esa comida nos
dábamos cuenta de que la semana siguiente ya volvíamos a los uniformes, la
falda de cuadros incomodísima, los zapatos que daban mucho calor, las mochilas
que pesaban más que nosotros mismos, libros y material nuevo… Y así todos los
años de mi infancia.
Llegó la ansiada
mayoría de edad y ya nada volvió a ser lo mismo. Los buses de cinco horas, los
trenes de dos horas, incluso el avión, eran nuestros medios de transporte del
verano. Ya nada de quedarse en Madrid con ese calor de asfalto insoportable,
¡qué gusto! La idea de viajar cada vez se hacía más atractiva y más obsesiva,
por lo menos en mi caso. No había verano que yo dijera: “Mis próximos destinos
del año que viene son tal, tal y tal…” Así una ristra de destinos que sonaban
tan apetecibles pero que no daba tiempo a tanto. Así que siempre aprovechábamos
mis amigos y yo a cualquier puente o respiro que nos daba la universidad para
viajar.
Este verano como ya
he dicho, ha sido un no parar. He descubierto que soy un culo inquieto y que me
gusta cambiar de aires, ver sitios nuevos, con historia, conocer gente, abrirme
paso en este mundo maravilloso. La verdad es que el verano 2014 ha sido uno de
los mejores veranos de mi vida y todos los años digo lo mismo y parece que cada
año no puede superar al anterior, y me acallo a mí misma cuando viene el
siguiente verano y descubro que sin duda ha sido mejor que el anterior. Espero
que se mantenga así siempre…
Ahora toca volver
al lío. Primer año dejando atrás la vida universitaria, adentrándome en el
mundo laboral, o “la jungla” como dice mi padre. Prometo entrar pisando fuerte,
dando lo mejor de mí.
Nuevos planes
vienen, nuevos retos que alcanzar, nuevos obstáculos que superar, nuevas
aventuras que me esperan, y sobre todo, ¡nuevos viajes que organizar! Pero como
cada fin del verano, yo siempre vuelvo a tus brazos, Madrid.
Aquí os dejo
pequeños instantes de lo que ha sido este verano maravilloso.
Matalascañas, Huelva
El Rocío, Huelva
La Giralda, Sevilla
Mis tesoros. Playa de Matalascañas, Huelva
Cala Macarella, Menorca
Cala Macarella, Menorca
Brighton, Inglaterra
London Bridge, Londres
Big Ben, Londres
Río Moros, Segovia