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domingo, 26 de agosto de 2012

Kilómetro cero

Tarde soporífera en Madrid. Siete y cuarto de la tarde. Ella estaba allí esperando en la cúpula de Sol. Como siempre ella llegaba antes de la hora prevista, no le gustaba hacer esperar a los demás. Inquieta, miraba a los lados por si él había llegado antes de lo previsto: estaba abarrotado de gente. Gente de todos los tipos: activistas reivindicando por sus derechos, el típico grupo de chicas haciéndose fotos, gente saliendo de la cúpula construida no hace mucho, parejas que se reencuentran…

Frente a ella estaba el autocar de donación de sangre: aún tiene escalofríos recordando la primera vez que donó sangre a pesar de su miedo a las agujas y su mareo al ver la sangre. Detrás de éste, estaba el famoso edificio con el famoso cartel del “Tío Pepe” que no sabía muy bien por qué razón lo habían quitado, ¡es todo un símbolo aquí en Madrid! Sin él, Madrid perdía toda su esencia e imagen.

Las gafas de sol la protegían de los rayos de sol y a la vez de la mirada de cualquier desconocido en aquel centro neurálgico.

Miraba el reloj casi a cada minuto y parecía que la manecilla del reloj no corría. Siete y media. Hora fijada por los dos. Llegó puntual a su cita y se saludaron con dos besos en la mejilla. Ella, sin ningún motivo no se quitó las gafas (por vergüenza más bien) no hacía nada más que mirar al suelo. Cuando se decidieron a ver qué hacían ella respondía con su típica indecisión e indeterminación: “Me da igual”. Ella se daba cuenta de su sosería, tendría que cambiarlo con el tiempo. Querían moverse y eso hicieron. Se dirigían hacia Ópera. En ese tramo empezaron a hablar de lo típico y alguna risa que otra soltaron. Se sentaron en uno de esos bancos en aquella placita y no podían parar de hablar. Ella era muy parlanchina y quería saber más y que él se enterase de todo. Pusieron rumbo hacia Callao y la impresionante calle Gran Vía con tantos años de historia. Le hubiera gustado estar en su inauguración a finales de los años 20 y por qué no, haber visto al distinguido Alfonso XIII dando el visto bueno. Ahora todo era modernidad y movimiento. A decir verdad, era su calle favorita y disfrutaba como una niña pequeña señalando cada rincón demostrándole que conocía a la perfección aquella calle.

Enamorada de su calle con sus tiendas y su ambiente bajaron de nuevo hacia Sol por la calle Montera más conocida por “la calle de las putas” (perdón por la expresión) donde se podía ver a cualquier hora a mujeres ofreciendo sus servicios para ganarse el pan de cada día y poder mantener a su familia.

Inconscientemente, se aferró a su mano por miedo. Él la miro y sonrió. La llevó a un chill out ahora tan de moda por una de las callejuelas de Madrid. Los atendieron enseguida, y les guiaron al segundo piso, más íntimo. Allí en un ambiente más oscuro había muchas parejas como ellos, temerosos ante la mirada de cualquiera. Se sentaron en esos sillones de cuero tan cómodos y se dispusieron a elegir. Al camarero le pidieron una cachimba sabor sandía. Habían probado muchos sabores ya, pero ese era uno de los que todavía no habían probado. Aquí ya no hablaron tanto y dejaron paso a lo demás. Humo, besos y caricias fue lo que siguió en la hora siguiente. Al terminar, dejaron una pequeña propina. Ya había anochecido y él puso el brazo por encima de sus hombros y ahí tuvieron que decidir: podían tomar un helado o cualquier exquisitez en ‘La Mallorquina’ famosa por sus napolitanas y que ella recordaba con tanto cariño cuando en Navidad se iba con su padre toda una mañana a la Casa del Libro a buscar “libros para papá” (en realidad eran libros que su padre necesitaba para el trabajo) y que luego tenían la recompensa de comerse una napolitana de chocolate tras patearse todo el centro.

Era verano y un helado reconfortaría de manera excelente ese calor que todavía hacía. Ella pidió su favorito: avellana. Y él, chocolate puro, sin nada más. Se sentaron fuera a disfrutar de la pequeña brisa que corría y a saborear su cremoso helado.

Llegó el momento de la despedida. La tarde se había pasado volando y no querían despedirse. El beso fue largo, mágico, con sabor a impaciencia, sabor a timidez, sabor a interés, sabor a sandía, sabor a avellana, y por supuesto, sabor a chocolate. A sus pies, estaba la famosa placa donde comenzaba todo, desde donde se empezaba a contar, desde donde las carreteras se guiaban para ir a cualquier lugar de España: KILÓMETRO 0. Metafórico, ¿verdad? ¿Sería para ellos también el comienzo de algo? ¿El kilómetro cero de su futura carretera?


1 comentario:

  1. Me ha gustado el Madrid que describes y la pareja que describes. Me ha gustado la manera de enhebrar unas vidas con los rincones de una ciudad. Me ha gustado ese punto cero, que nunca he sabido bien (como en la misma vida) si era punto de partida o desembocadura de todos los caminos.
    Y me ha gustado ese saborcillo entre agridulce y dulce que me ha dejado en los labios tu pequeño relato, ese cosquilleo en el paladar que deja el chocolate o la impaciencia por saber qué puede pasar mañana.
    Mi más sincero abrazo.

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