Todos tenemos a esa persona por la que somos más débiles, nuestro ojito derecho, aquella que cuando alguien nos pregunta, rápidamente, su nombre sale solo; esa por la cual daríamos lo que fuera, esa persona que si está mal, tú también; esa por la cual cojeamos... Y quien diga lo contrario por el puro placer de complacer a los demás (valga la redundancia), miente.
Las preferencias existían, existen y existirán siempre. Claros ejemplos los tenemos en nuestro día a día: una madre por su hijo, un novio por su novia, unos recién casados, una anciana por su animal de compañía, un adolescente por su mejor amigo/a, etcétera.
También existen las personas adecuadas para momentos determinados: las que son idóneas para salir de fiesta, las que son idóneas para quedarse una tarde en casa viendo una película, las que son idóneas para hacer alguna que otra locura, las que son idóneas para ir de compras, las que son idóneas para que te escuchen en momentos malos, las que son idóneas para hacer viajes, las que son idóneas para hacer deporte, las que son idóneas para levantarte el ánimo, las que son idóneas para sacarte una sonrisa, las que son idóneas para limpiar las lágrimas de tu rostro, las que son idóneas para aguantar tus tonterías, las que son idóneas para compartir piso... Y podría seguir, haciendo una lista interminable.
Sí, eso de ser el preferido de alguien está muy pero que muy bien. Lo malo viene cuando no eres el ojito derecho de nadie y sabes que no eres la primera persona en quien alguien pensaría. Vamos, que eres el último mono.
Ya ves, es cuestión de preferencias.
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