Había una vez, una familia que se compró una casa fuera de la ciudad. Escuchar sólo el sonido de los grillos por la noche, ver con claridad las estrellas y con suerte, ver una estrella fugaz que surca el cielo oscuro.
Tenía un jardín pequeño pero suficiente para ellos porque nunca habían tenido uno. Y el hecho de ver crecer todo su esfuerzo y sus frutos era lo único que ansiaban. Decidieron plantar cinco árboles diferentes, uno por cada miembro de la familia. Allí estaban, los cinco, admirando cada uno su precioso y pequeño árbol. Las hijas tenían la misma inquietud: ¿Cuándo verían su árbol en condiciones normales: frondoso, vivo, verde?
La respuesta no llegó demasiado tarde. Al cabo de cinco años aproximadamente, la familia veía poco a poco como cada árbol empezaba a coger fuerza, enraizando y ocupando su lugar en ese pequeño terreno que tanto había trabajado aquella familia.
Uno de los árboles, el roble, que estaba en lo alto del jardín, al final, en un pequeño parterre rodeado de rosales crecía a lo largo pero su tronco no engordaba, las hojas lobuladas que tanto gustaban a su dueña no crecían. Algo le pasaba. ¿Sería el riego? ¿La tierra no era la adecuada para su crecimiento? ¿Le faltarían vitaminas?
Todas estas preguntas se las hizo la madre e intentó por todos los medios encontrar una respuesta. En verdad, era al que más mimaba porque no lo veía bien. Su dueña, la hija mayor, al principio no le dio importancia porque no le gustaba las labores del jardín. "Ya crecerá", decía siempre.
Un día, mirando a través de una de las habitaciones del segundo piso desde donde se podía ver el maravilloso jardín, la hija mayor se dio cuenta de lo que pasaba. Todo encajaba como dos perfectas piezas de puzzle. ¿Y si los árboles fuesen el reflejo exacto del estado anímico de sus dueños? ¿Quería eso decir que algo en ella iba mal? ¿Que por más que le dieran vitaminas, le cambiasen el riego o le dieran mimos iba a recuperarse? ¿Estaría el roble hablándola?
Bajó corriendo las escaleras, de dos en dos, y salió al jardín. Subió la pequeña cuesta y se acercó hasta su árbol, su roble. Entró al parterre con sumo cuidado de no pisar ningún rosal que a su madre tanto gustaban.
Se acercó al él y acarició su tronco rugoso. Puso la cara muy cerca como para oírle por si el árbol le hablaba. Corrió una brisa por todo su cuerpo y sintió un escalofrío. Subió a su habitación y se tumbó en la cama. Era casi imposible, ¿cómo iba a reflejar su árbol su estado de ánimo? Los cuatro árboles restantes estaban bien o intentaban estarlo y miró a sus dueños y ellos vivían, intentaban estar bien a pesar de las dificultades de cada uno. Pero ella no. Ella no lo estaba intentando, porque no disfrutaba con lo que hacía. No veía ilusión, no vivía, y el árbol se lo estaba haciendo ver. Tenía que hacer algo. ¿Por dónde empezar? Hay tanto que plantearse, tanto que resolver que estaba hecha un lío. "Empezaremos por el principio", dijo una voz en su interior. Tras un silencio, esa voz volvió a intervenir: "Ya sabes el dicho: Eres tan fuerte como un roble. Sólo que aún no lo sabes porque no confías en ti y en tu potencial. Pero lo sabrás, porque tú puedes. ¿Por qué te crees que, justo tú, tienes un roble?".